
(Una breve historia del GTP 2018)
Ya bien pasada la resaca, recuperado y bien meditado, iba a escribir un post sobre mi experiencia en el pasado Gran Trail de Peñalara, sobre cómo fueron esos 117 km y como viví esas 18 horas y pico en esa espectacular Sierra disputando esa perfecta carrera. Pero he preferido escoger un breve o no tan breve intervalo de esa carrera, una serie de kilómetros de los que creo, que me merecen la pena escribir y enlazar con algún anterior post o reflexión ya vista por este blog bichuno sobre la soledad del corredor de montaña.
Kilómetro 85 de carrera, salida del inmejorable avituallamiento de la Granja, ya con las alforjas llenas y tras 5 minutos descansando, a pesar de los kilómetros y las 13 horas de carrera, salgo corriendo. Ese subidón que te da un avituallamiento animado, un pueblo volcado con los corredores y esa chispa de seguir enchufado a correr todo lo posible me hace adentrarme en un bosque que sin ganar desnivel y bordeando un bonito río se deja correr, terreno irregular pero muy corrible. Pasan uno, dos y casi tres kilómetros desde que salgo de la Granja. Voy acompañado de tres corredores más, poca conversación, vamos en grupo para hacerlo llevable, trotando con los bastones, se trota y se anda a ritmo ligero, pero se le van ganando metros al río.
Llega el kilómetro 88, físicamente cuando se va en caliente y a esa altura de carrera es un poco difícil autoanalizarse a la perfección. Vas cascado, lo sabes y sabes que así es como debe ser, después de 88 kilómetros nadie va como nuevo. Pero ahora, aparte de ir cascado, hay algo extraño dentro no de tu cuerpo, sino de tu cabeza. Algo que te empuja como a dejar de tener ganas de avanzar, trotar o andar lo más rápido que se pueda. Sabes que tienes que avanzar lo más rápido que puedas pero la cabeza te hace muy presente un sentimiento de que no tienes ganas. Por alguna que otra experiencia previa, sabes que estos momentos son comunes en la larga distancia, baches que van y vienen, hay que pasarlos. Me empiezo descolgar bastante del grupo, me quedo solo. Intento coger la rutina de trotar 200 metros y andar otro tanto, pero se me hace imposible. Sé que es una pájara, que se irá, me pongo el mp3 a ver si con la música me despejo, voy comiendo y bebiendo pero nada. Sigo con una desgana enorme, voy como en una burbuja de malas sensaciones, me cruzo con senderistas y voy con la cabeza agachada, no percibo si saludan, por la cabeza se me pasan pensamientos del tipo: “Ya está bien Migue, déjalo, 90 kilómetros está de lujo, has cumplido“, “No avanzas, lo que te queda se puede hacer eterno…” , “No merece la pena seguir así…” Cojo el teléfono y llamo a Carmela, le comento como voy, que no avanzo, que lo estoy pasando mal, no me recupero, no me salen las ganas, que el terreno es propicio para avanzar rápido pero no sé porque no se me va la bandá de pájaros que llevo encima. Ella me da ánimos, me dice que siga avanzando, que no piense y que paso dado, paso ganado. Cuelgo y una mezcla de rabia, ira y desesperación me hace llorar, interiormente es como un quiero y no puedo.
La soledad del corredor está presente en su fase más cruda y en una de sus facetas menos simpática. Al lado de ese río en esa misma situación, en ese momento, estas solo, tienes que luchar, tienes que ganarle la pelea a esa situación. Con la filosofía extrapolable a casi todo en la vida de “paso dao, paso ganao”, sigo con la pesada mochila de pájaros a duras penas. Sobre el kilómetro 91 me adelanta un corredor trotando a un muy buen ritmo. Le suelto un “Novea que buen ritmo llevas”, y me dice que se acaba de enchufar un gel y está aprovechando el tirón. Rebusco en el bolsillo de la mochila y veo que tengo un gel (siempre llevo alguno, pero rara vez suelo tomarlos), me lo tomo y vuelvo a llamar por teléfono. Parece que ya la cabeza actúa de otra forma, ahora la depresión deja paso a algo parecido a una resignación, y tras otras palabras de ánimo empiezo como a desprenderme de alguno de los pájaros que se me habían pegado, pájaros de los feos y espeluchaos. De buenas a primeras hago el amago de empezar a trotar y me concentro solo en trotar, en avanzar, y es como si ahora hubiese aprendido algo nuevo. Le subo el volumen al mp3, me hablo en voz alta, a mí mismo empujándome a seguir así. Tras un par de kilómetros engancho al grupo del que me descolgué y me pongo delante, sigo tirando ya solo de nuevo. Pero ahora la soledad el corredor parece que es otra, parece que está cambiando. Llego al avituallamiento de la Casa de la Pesca ya en el kilómetro y sin querer dejar pasar la oportunidad de seguir deshaciéndome del resto de pájaros que ya traía, bebo un poco de cocacola, algo de fruta y a seguir. Salgo ya del kilómetro 95 con más desgaste físico, más polvo en las piernas, más mala cara…pero reforzado y renovado mentalmente para lo que vendría por delante, que a pesar de ser 20 kilómetros más con fuerte desnivel lo que queda, se me pasaron como un suspiro gracias a estos 7-10 km tan eternos anteriores.
Y esto es lo que viene siendo personalmente uno de los momentos más señalados mi aventura en el GTP. Subir por el cresteo de los claveles a la cima del Peñalara, el olor a lavanda en la noche bajando la Maliciosa, los verdes campos llegando al puerto del Reventón o la bajada con el rio a tu vera hasta la Granja así como llegar exhausto y refrescarte en la fuente de Fuenfría …tienen la misma belleza y reseña una vez pasados, que esos kilómetros de penurias y malos ratos. Y como siempre los veteranos (corredores o no corredores, de la vida en definitiva) tienen dicho, todo pasa.
Mr Marín