El otro día, al finalizar la carrera de El Torcal La Paz, me acerqué a mi hijo Diego que tiene cuatro años, le besé en la frente y le di un fuerte abrazo. Él se alegró mucho de ver llegar a su padre, pero su felicidad fue plena cuando le colgué la medalla que me habían entregado al cruzar la meta.

Lo primero que me preguntó es si había ganado la carrera, a lo que yo respondí evidentemente que no. Su gesto se torció inmediatamente mostrando un incipiente enfado. No podía comprender cómo alguien había podido correr más rápido que su progenitor y, lo que es más, como no habiendo ganado, yo me mostraba tan feliz.

Y así era, acaba de realizar una de las mejores carreras hasta el día de hoy.

Me incliné hacia él y muy despacio le expliqué que, en realidad, el peor adversario no es aquel que corre más que tú, sino que el peor enemigo es uno mismo. Que hay que intentar ser mejor cada día, porque lo que nos impide ir más rápido y mejor, no se encuentra fuera, sino en nuestro interior.

Él me miró, no muy conforme. Sin embargo, durante un pequeño instante, me pareció ver un brillo de comprensión en sus ojos de color miel.

Y desde ese mismo momento me di cuenta, de que, si algún día lograba que Diego asimilara ese mensaje, sólo desde ese día que aún no ha llegado, yo podría conciliar mejor el sueño cada noche.

Mr. Spjo